Los creyentes de las distintas religiones tenemos fácil distinguir lo que es el bien de lo que es el mal. Basta con acudir a los preceptos y libros de nuestra religión, donde suele quedar perfectamente explicado.
En el caso del catolicismo, contamos con el famoso Catecismo, en el que se abordan cuestiones tan diversas como la guerra, la pena de muerte o las razones por las que Dios se hizo hombre.
¿Dónde encuentra el no creyente respuesta a la pregunta «¿por qué hacer el bien y no el mal»? La forma más racional de responder a esta pregunta es acudir a la filosofía y, desde ahí, a la ética.
A través del libro de la filósofa Victoria Camps, Breve historia de la ética, navegamos por las distintas teorías éticas y morales que el ser humano ha ido construyendo. Es un libro muy bien escrito, aunque quizá esté más orientado a estudiantes de filosofía que al público en general. Sin embargo, a estas alturas agradezco mucho que se aborden los temas con rigor y profundidad para extraer la esencia de cada teoría ética.
En estos tiempos de individualismo y demanda constante de libertad, me ha sorprendido cómo el Estado forma parte fundamental de muchas teorías éticas. Estas entienden que somos animales sociales que vivimos en sociedades modernas configuradas en Estados. Nuestra relación con los demás se articula a través del Estado.
Los últimos capítulos del libro los dedica Victoria Camps a la ética aplicada. Me ha gustado mucho el concepto de phrónēsis aristotélica, que describe al hombre y a la mujer prudentes. Ante tanto runrún de «libertad, carajo» y «el Estado es el enemigo», nos encontramos con esta maravilla:
Posiblemente, la forma más adecuada y más comprensible de traducir la phrónēsis aristotélica a términos actuales sea remitiéndola a la responsabilidad profesional o ciudadana: el conjunto de deberes de las personas con respecto a la comunidad en la que viven, trabajan y se relacionan. Ser responsable significa dar cuenta del ejercicio de la libertad, entendiendo que no hay libertad sin reglas. Reglas que los individuos y los colectivos tienen que autoimponerse, pues ése es el auténtico sentido de la palabra «autonomía»: compromiso con las normas aceptadas por uno mismo, y no simple libertad anárquica. Tanto para aplicar bien la legislación como para reaccionar ante los vacíos y las ambigüedades de la ley, la actitud prudencial, responsable y abierta a la deliberación es la más correcta —la más prudente— en sociedades democráticas. Una actitud que consiste en la práctica de la autorregulación. De hecho, tal es la propuesta de la ética discursiva: propiciar una comunicación donde todos los afectados puedan expresarse y ser tenidos en cuenta. Ése es el sentido de la democracia. Tras varios siglos de investigación sobre la razón práctica, hoy pensamos que ésta no se agota en la formulación de una ley moral, sino que es algo que hay que ir descubriendo y determinando colectivamente.